Hasta antes de la Ilustración, el mal físico era visto como una compensación por nuestras faltas, como un castigo purificador. La noción venía de la tragedia griega, en donde el mal que alguien padecía era consecuencia de sus actos. Desde el terremoto de Lisboa, en 1755, y el poema que Voltaire le dedicó, el mal, sin embargo, se naturalizó. A pesar de la lúcida crítica que Rousseau hizo a la concepción volteriana (“... convenga –le escribió– en que la naturaleza no edificó allí 20 mil casas de seis a siete pisos y que si los habitantes de esa gran ciudad hubiesen estado dispersos de manera más igualitaria y más ligeramente alojados, el daño hubiese sido mucho menor y quizás nulo”), la idea de Voltaire de que casi todo el mal es un hecho sin responsables, natural, bruto y carente de razón, prevaleció, al grado de que en la era de los grandes desarrollos tecnológicos las metáforas que se usan para hablar de las catástrofes perpetradas por la mano del hombre son metáforas relacionadas con la naturaleza.
Muchos sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki hablan del día en que “el tsunami nos golpeó” o de la hora “en que el meteoro cayó”. De la misma índole son las hecatombes ecológicas y las epidemias que, como la influenza porcina, la gripe aviar o el mal de las vacas locas, comienzan a azotarnos. Aunque unas y otras tienen un origen distinto –las de Hiroshima y Nagasaki son el producto de las relaciones técnicas que el hombre establece con el hombre a nivel de una política de la violencia; las otras, el producto de las relaciones técnicas que establecemos con la naturaleza para el bienestar del hombre–, ambas, como lo ilumina Jean-Pierre Dupuy, muestran una realidad inédita en la historia: la desproporción entre la intención y el acto. Entre una y otra, la intención humana no corresponde a la extensión del mal que su accionar provoca y, en consecuencia, su producto, escalofriantemente desmesurado, sólo puede compararse, en el caso de Hiroshima y Nagasaki, con una catástrofe natural, o vivirse, al igual que Voltaire vivió el terremoto de Lisboa, como el producto de un mal natural, ajeno a cualquier acto humano.
A diferencia de las bombas atómicas, donde la intención era dañar, lo terrible de los daños ecológicos o de la salud es que la intención que los desencadenó y que moralmente era buena, borra de las consecuencias su origen. De la misma forma en que Voltaire no tomó en cuenta lo que Rousseau le mostró –el sobrepasamiento de los límites naturales–, nosotros, frente a las hecatombes ecológicas y las nuevas enfermedades, no tomamos en cuenta los actos desmesurados que los provocaron. De ahí que la reciente epidemia de influenza porcina la vivamos como un mal natural, como un hecho bruto y sin razón.
Nadie mira que su origen tiene relaciones profundas con el bienestar prometido por el desarrollo tecnológico. Detrás de este inmenso mal –como de otros como el calentamiento global, el derretimiento de los polos, los tsunami y las nuevas enfermedades que azotan al mundo– se encuentra el uso indiscriminado de la energía, la industrialización excesiva de los animales, el cambio en su alimentación para obtener mejores rendimientos, el uso sin límites de antibióticos para evitar las epidemias que conlleva su hacinamiento industrial, el cambio climático que activa virus que en otras condiciones habrían permanecido inactivos; en síntesis, un complejo entramado de actividades científicas puestas al servicio del bienestar.
La distancia que separa la lucha tecnológica por nuestro confort –desplazarnos en automóviles, aumentar la productividad mediante máquinas cada vez más sofisticadas, tener siempre carne para el consumo, movernos de un extremo al otro del planeta, etcétera– y la realidad de los males que empezamos a padecer es tan grande que no podemos ver ya sus causas y nos enfrentamos a ellos como si se tratara de absurdas calamidades provocadas por una naturaleza ciega.La ciencia moderna y su actividad técnica, como lo mostró Hannah Arendt, han activado procesos irreversibles en la naturaleza, fenómenos que sin la intervención humana no existirían. Esta actitud inédita, que miraba ya Rousseau al criticar el poema de Voltaire, ha desencadenado en la naturaleza procesos irreversibles que escapan a nuestro control y siguen su propia evolución, colocando a la humanidad en una posición radicalmente nueva en relación con el mal. “Al reemplazar lo sagrado por la razón y la ciencia –escribe Dupuy– el mundo moderno perdió el sentido del límite y con ello sacrificó el sentido”, al grado de que el mal que provocamos todos parece anónimo, cuando en realidad es el fruto de nuestras elecciones técnicas y económicas. Heráclito lo dijo inmejorablemente con la sabiduría de la poesía y el mito: “El hombre no sobrepasará sus límites”, y si lo intenta, “las erinias que guardan la justicia sabrán castigarlo”. Las erinias nos pertenecen. Están en las desmesuras de nuestros actos que, al volverse colectivos por la técnica, sólo pueden ser resueltos de manera política.
Hacernos responsables del mal ya no puede ser el fruto de una sanción sagrada e individual, sino de un consenso político por el cual midamos las consecuencias de nuestros actos y la necesidad de limitarlos por el bien de todos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Fuente: PROCESO